La vida cambia siempre. Incluso cuando creemos estar a salvo de todo, protegidos por unos invisibles hilos que manejan la rutina, cómoda y agradable, de nuestra vida. Y de repente un día, sin venir a cuento, sin quererlo, algo te sobresalta, te da un disgusto, te deja en una silla de ruedas. O no. Y lo que ocurre es que te enamoras de la mujer equivocada o la suerte te recompensa con ese montón de pasta del que siempre te habías creído merecedor (aunque nunca estuviste muy seguro de porque). Y piensas que todo es maravilloso o que la vida es una mierda y, que si hay algo ahí arriba, no estaba pensando en ti. También es posible que lo que suceda sea algo ni bueno ni malo, sólo algo que te cambia la vida y no obtienes nada a cambio. Pero estos pequeños contratiempos, a quien le importan, van dentro de la rutina. Lo duro es cuando esos cambios se acercan a la esencia de uno, a esos valores que siempre pensó que tenía, pero que, a la hora de la verdad, no tiene. Eso es duro, muy duro. Estaría de puta madre ser como siempre quisiste haber sido, pero no siempre pasa, y eres mezquino o egoísta u orgulloso. O mentiroso, haragán, torpe, tonto o simplemente idiota. Y pobre de ti como te des cuenta, la felicidad que tenías, pensando que eras como habías imaginado que eras, se irá por el agujero de váter más próximo.
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