jueves, 2 de febrero de 2012

La invención del aire comprimido

" Corría el año 1863, una época dorada, tierra fértil para grandes invenciones, cuando el ilustre ingeniero Thomas H. Gervaise ocupaba su tiempo en recorrer la costa mejicana en busca de un material ligero y sólido que le permitiera acometer la construcción de barcos acorazados, muy en boga en aquel momento, cuando las naciones se volvían a disputar la supremacía en los mares del globo. ¿Por qué México? En aquel instante histórico las tropas francesas estaban empeñadas en cobrar la deuda externa del país, para lo cual habían nombrado a un tal Maximiliano como emperador del territorio y, digamos, los científicos franceses tenían una gran capacidad de maniobra.

Thomas H. Gervaise, inglés de procedencia (más concretamente de Warrington, condado de Cheshire), aunque de padre francés y madre polaca, estaba en Puebla, en la costa atlántica, como ya habíamos dicho. Iba acompañado de un regimiento de dragones y de su amigo belga Alain Peiren, reconocido doctor, que había destacado como cirujano, especialista en amputaciones (la guerra, por tanto, era su nicho laboral), en las distintas batallas que se habían producido en el último año. En un momento dado de la mañana del 13 de agosto del año en cuestión (1863) el caballo del capitán de dragones Nicolas Balladur, sufrió un ataque de apoplegía y cayó derrumbado en el suelo. El doctor Peiren, a falta de veterinario, confirmó los peores supuestos; había que sacrificar al animal, un alazán castrado muy querido por su jinete. Mientras el capitán Balladur lloraba desconsoladamente dentro de una humilde taberna cercana al lugar de la desgracia, el soldado español Francisco de Asís Castro, exilado a Francia por un turbio asunto de contrabando de licores, asestaba varios ruidosos sablazos en el cuello del animal, que comenzó a sangrar profusamente. El dueño de la taberna observaba la escena a unos cien metros, quizás un poco cohibido por la presencia de tantos soldados en las proximidades de su taberna y asustado por el futuro de su mujer, una joven de dieciocho años, de muy buen ver, que había aceptado casarse con él con la promesa de separarla de su padre, un hombre violento y aficionado al mezcal, gran cliente de su taberna.

José Pacheco, nombre del tabernero, se acercó al dragón español, quizás por que lo había escuchado exclamar "coño" tras el tercer sablazo mal asestado. Le preguntó que pensaban hacer con el caballo. Francisco le respondió que, obviamente, comérselo, la carne escaseaba en la dieta del soldado dragón. El señor Pacheco se ofreció a preparlo a cambio de que le dejaran quedarse con lo que sobraba. El español, encantado con la idea de que Ambroise, el cocicero del destacamento, no pudiera cocinarlo, se lo comentó al teniente Balladur, a la sazón, primo segundo del capitán. Este se mostró también encantado de no tener que soportar otro guiso de su cocinero y, al mando dado el lamentable espectáculo que estaba dando su pariente, aceptó de buen grado.

Los soldados dispusieron una mesa larga bajo el emparrado que se encontraba afuera de la taberna y se sentaron, mientras disfrutaban del vino del país, al mismo tiempo que comentaban lo asqueroso que estaba. Dentro, José Pacheco despiezaba el animal mientras su mujer se escondía en la trastienda, asustada (aunque algo azorada) por las miradas del doctor belga, famoso en el regimiento por sus conquistas. El tabernero vió que era su oportunidad de hacerse con bastantes quilos de carne de caballo, que aprovecharía para la confección de cecina de vaca. Así que, en el guiso que preparó, los frijoles abundaban tanto o más que la carne del desafortunado alazán.

Los soldados, alegres por el consumo de gran cantidad de vino, no se dieron cuenta de nada. Cantaban alegremente canciones populares mientras manchaban sus polvorientas pecheras con el vino de las viñas de Puebla. Aquello era una fiesta, salvo por los lloros del capitán Balladur, aún escondido en el interior de la taberna lamentando la muerte del ser al que más había querido (incluída su mujer y sus tres hijos, fruto, seguramente, de la relación que esta mantenía con un contable judío de nombre Gelbard). El guiso satisfizó a los comensales, aunque no tanto como el fermentado fruto de las vides de la región que, según tres de cada cuatro soldados, seguía siendo asqueroso.

La fiesta continuó a lo largo del día gracias al vino, al mezcal y a la súbita aparición de una gran cantidad de prostitutas locales, avisadas por el tabernero, con la mosca detrás de la oreja al ver al doctor Alain merodeando con insistencia por el interior del local. Al caer la noche, el ruido proveniente de las tiendas de campaña de los soldados hicieron que el ingeniero Thomas H. Gervaise no pudiera pegar ojo. No es que el ingeniero no disfrutara de la compañia de las mujeres (como era el caso de los soldados André Constant y el sargento Massé, acurrucados en una misma tienda, a salvo de miradas furtivas) ni que no dispusiera de dinero. No, Thomas H. Gervaise estaba prometido y locamente enamorado de una joven de Southhampton, Mary Dickinson, y se había jurado no serle infiel. En esos mismos instantes la virginal Mary estaba perdiendo su flor con el marinero de primera Douglas S. Tremont en el pajar de la casa paterna, quizás con demasiados vasos de ginebra en su escaso cuerpo de cien libras. 

Thomas sintió, suddenly, un extraño rumor que recorría su vientre. Dió dos o tres vueltas sobre su cuerpo, intentando acallar la naturaleza inestable que surgía de su cada vez más abultada barriga. Oh, my God! se dijó a si mismo en aquella lengua que tan poco utilizaba últimamente. Salió como un rayo a internarse en la espesura del bosque (diez o doce tristes agaves que reportaban el mezcal de la taberna) cuando observó de pasada como dos mujeres trabajaban en el bajo vientre del doctor, que quizás también sufría un ataque de flato, pensó el desventurado Thomas. Con prisa se bajó los pantalones y, antes de conseguir acuclillarse, escuchó una explosión a su espalda, una explosión que hizo salir al sargento Massé y al soldado Constant de su tienda con las armas ya en la mano. Cuando el ingeniero miró a su espalda, la luz que reflejaba la luna en aquella noche mejicana, vió como algo, parecido a una nariz de color marrón, surgía en mitad de una de las enormes hojas del agave que tenía detrás.

Meses después, en Londres, presentaba su última invención, la carabina Pacheco de aire comprimido."

Fragmento transcrito de forma literal del libro "Gases no muy nobles" del profesor de química aplicada Fermín Azpilicueta, publicado en el año 1956, en Pamplona.

2 comentarios:

jaramos.g dijo...

Ok. Gracias por la "clase".

Soyunmendrugo dijo...

A mí nada, todo es cosa de Fermin Azpilicueta...